jueves, 14 de marzo de 2019

Alas de Plomo


Brillaba un sol espléndido allí afuera. Luis miró por la ventana, y solo por un momento soltó la mano de Adela, para ponerse la mano a modo de visera y mirar a la calle un instante. Era un día hermoso de finales de febrero, en el cual el fresco de por la mañana da paso a un mediodía suave, y en el cual las horas de luz empiezan a aumentar, dando vida y energía a la ciudad.

De repente, se fijó en un pájaro, un pequeño petirrojo que se apoyó en la ventana de la residencia. Cuanto se parecía a aquel pajarillo, hacia ya…… ¿cuanto hacía?…….. Se quedó absorto, y su mente empezó a recordar……

Corrían principios de los 40, en una Barcelona aun renqueante después de esa guerra fratricida y cruel que arrasó las ciudades, y cambió el signo del siglo XX en España.
Barcelona, como el resto de las ciudades grandes que en su día fueron escenario de lo mas cruento de la guerra, se relamía las heridas mientras los políticos vencedores pensaban en reinventar unos ideales, y el pueblo simplemente se debatía entre la resignación y el hambre.

En este contexto, centrémonos en una calle, y en ella, en dos ventanas. Hablamos de la calle Aragón, muy cerquita del paseo de San Juan, en plena zona de la Dreta del Eixample barcelonés. Luis vivía allí en un cuarto piso, siendo un adolescente, a punto de ponerse a trabajar ya, intentando contribuir con lo que podía a la economía familiar. Los diecisiete años de aquella época no eran como los de ahora, los chicos ya se volvían casi hombres, y aunque aún con mente de niños, estaban ya buscando su futuro en la vida.

Una de las grandes aficiones de nuestro amigo era estar al aire libre, pasear, y por eso, a falta de balcones grandes, se solía asomar a su ventana a respirar el aire de la ciudad.
Un día vió un pajarillo posarse brevemente en el alféizar de su ventana. Que bonitos colores tenía! El pequeño pecho rojizo delataba el tipo de pájaro, lo que en Cataluña llaman un pit-roig, un petirrojo. Luis, aun sin una extensa formación académica, gustaba mucho de leer lo que cayera en sus manos, y por ello entendía un poco acerca de pájaros, y se extrañó ya que no era mucho la época ni el lugar para ese pájaro, pero le encantó verlo. Y mas aún cuando la visita se repetía casi cada día. 

A los pocos días, le empezó a poner unos granitos de alpiste, que el pequeño petirrojo comía con gusto, piando en agradecimiento según pensaba Luis. Pasadas un par de semanas y con Luis ya encariñado con su amigo alado, se dio cuenta que desde el alfeizar de su ventana volaba hasta una ventana de uno de los portales al otro lado de la calle, un quinto piso en la cera de los números pares de la calle. Que curioso, pensó, ahí hay una chica que parece esperar también la visita del petirrojo. Comprobó sorprendido como ella también ponía un poco de alpiste, e incluso acariciaba al pequeño pajarillo.

Día tras día, Luis comprobaba como las visitas a ambos se repetían, y se empezó a fijar en aquella chica. Parecía de su edad, si acaso un poquito mas joven. ¡Es guapa, muy guapa!- pensó para sus adentros, sintiéndose embelesado por ver a aquella chica sonriente acariciando a su amigo común. Un día, decidió poner una notita en un trozo pequeñísimo de papel, que ponía solamente “Hola”. La dejó en el alfeizar poco antes de la visita del petirrojo y vió cómo el pájaro volaba con su nota en el pico hasta la venta de enfrente. Ella, que también había seguido los movimientos del común amigo durante semanas, cogió la nota y sonrió. Al cabo de unos minutos, el pájaro volaba de vuelta con otro “Hola” con letra de mujer, y una sonrisa dibujada. 

Los mensajes se sucedieron, y se preguntaron sus nombres, edades (ella tenía dieciséis, uno menos que él), e inocentemente, se hablaban por mensajes acerca de aquel verano, del calor y de cosas como que ella tenía unos padres muy estrictos que apenas la dejaban salir, frustrando toda expectativa de él de tener una cita con ella. Aun así,  y como el roce aunque sea epistolar dicen que hace el cariño, se fue gestando un sentimiento muy especial entre los dos. Ambos esperaban impacientes aquel momento de la visita del petirrojo al caer la tarde, la hora de los mensajes, la hora en la que Luis iba sabiendo más de aquella chica sonriente que ya le tenía cautivado.

Luis era un chico muy habilidoso, y al que le gustaba tallar madera, y aprovechando que estaba como aprendiz de pesebrista con un amigo de sus padres, fue tallando en ratos libres con mucho mimo un precioso anillo de madera, que talló, lijo, pulió, redondeó y barnizó con toda su ilusión.Cuando lo tuvo terminado, ejecutó su plan. Aquel día, bajo la atenta mirada de su vecina, puso el anillo de madera en el alfeizar de su ventana, y le dijo: “¡vamos, amigo, llévaselo a ella!”. 



El petirrojo cogió el anillo en su pico, y emprendió el vuelo. De repente, como si sus alas fueran de plomo, pareció notar el peso del anillo, y en medio del camino empezó a caer en picado. Oh, no! Luis desapareció de la habitación al instante, corriendo escaleras abajo, para ver si podía salvar a su amigo y al anillo. Corrió desesperado, y abrió la puerta de la calle, saltando hacia el centro de la calle. 

Miró y no vió nada en el suelo. Sin embargo, al levantar la mirada, vió, a un metro de él, a la destinataria del anillo, roja del esfuerzo de bajar los pisos a la carrera por su escalera. Junto a ella, el pajarito revoloteaba feliz, demostrando que definitivamente podía con el peso de la madera sin ningún problema. Menudo pajarillo!

Los dos sonrieron de oreja a oreja, y se dijeron un “Hola”, esta vez de viva voz, seguido de una gran carcajada. Aquél fue su primer encuentro.

Volviendo al presente, Luis salió de su pequeño recodo de recuerdos, y apartó la mirada de la ventana. Miró a Adela, que se había quedado también mirando al petirrojo que esta vez visitaba la ventana del patio de la residencia de la tercera edad.

Se miraron, y Adela no dijo nada, porque su ictus y enfermedad degenerativa le impedían comunicarse bien. Esa era la razón de su estancia en aquella residencia, que Luis visitaba día tras día, colmándola de besos. Eso sí, se llevó la mano derecha a su otra mano, en cuyo dedo anular llevaba aún un bonito anillo de madera.

Dedicado a Agustín y Amparo, dos personas que dan a todos los que les rodean un ejemplo de amor.

1 comentario:

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