Brillaba un
sol espléndido allí afuera. Luis miró por la ventana, y solo por un momento
soltó la mano de Adela, para ponerse la mano a modo de visera y mirar a la
calle un instante. Era un día hermoso de finales de febrero, en el cual el
fresco de por la mañana da paso a un mediodía suave, y en el cual las horas de
luz empiezan a aumentar, dando vida y energía a la ciudad.
De repente, se
fijó en un pájaro, un pequeño petirrojo que se apoyó en la ventana de la residencia.
Cuanto se parecía a aquel pajarillo, hacia ya…… ¿cuanto hacía?…….. Se quedó
absorto, y su mente empezó a recordar……
Corrían
principios de los 40, en una Barcelona aun renqueante después de esa guerra
fratricida y cruel que arrasó las ciudades, y cambió el signo del siglo XX en
España.
Barcelona,
como el resto de las ciudades grandes que en su día fueron escenario de lo mas
cruento de la guerra, se relamía las heridas mientras los políticos vencedores
pensaban en reinventar unos ideales, y el pueblo simplemente se debatía entre
la resignación y el hambre.
En este
contexto, centrémonos en una calle, y en ella, en dos ventanas. Hablamos de la
calle Aragón, muy cerquita del paseo de San Juan, en plena zona de la Dreta del
Eixample barcelonés. Luis vivía
allí en un cuarto piso, siendo un adolescente, a punto de ponerse a trabajar
ya, intentando contribuir con lo que podía a la economía familiar. Los
diecisiete años de aquella época no eran como los de ahora, los chicos ya se
volvían casi hombres, y aunque aún con mente de niños, estaban ya buscando su
futuro en la vida.
Una de las
grandes aficiones de nuestro amigo era estar al aire libre, pasear, y por eso,
a falta de balcones grandes, se solía asomar a su ventana a respirar el aire de
la ciudad.
Un día vió un
pajarillo posarse brevemente en el alféizar de su ventana. Que bonitos colores
tenía! El pequeño pecho rojizo delataba el tipo de pájaro, lo que en Cataluña
llaman un pit-roig, un petirrojo. Luis, aun sin una extensa formación
académica, gustaba mucho de leer lo que cayera en sus manos, y por ello
entendía un poco acerca de pájaros, y se extrañó ya que no era mucho la época
ni el lugar para ese pájaro, pero le encantó verlo. Y mas aún cuando la visita
se repetía casi cada día.
A los pocos
días, le empezó a poner unos granitos de alpiste, que el pequeño petirrojo
comía con gusto, piando en agradecimiento según pensaba Luis. Pasadas un par
de semanas y con Luis ya encariñado con su amigo alado, se dio cuenta que desde
el alfeizar de su ventana volaba hasta una ventana de uno de los portales al
otro lado de la calle, un quinto piso en la cera de los números pares de la
calle. Que curioso, pensó, ahí hay una chica que parece esperar también la
visita del petirrojo. Comprobó sorprendido como ella también ponía un poco de
alpiste, e incluso acariciaba al pequeño pajarillo.
Día tras día,
Luis comprobaba como las visitas a ambos se repetían, y se empezó a fijar en
aquella chica. Parecía de su edad, si acaso un poquito mas joven. ¡Es guapa,
muy guapa!- pensó para sus adentros, sintiéndose embelesado por ver a aquella
chica sonriente acariciando a su amigo común. Un día, decidió poner una notita
en un trozo pequeñísimo de papel, que ponía solamente “Hola”. La dejó en el
alfeizar poco antes de la visita del petirrojo y vió cómo el pájaro volaba con
su nota en el pico hasta la venta de enfrente. Ella, que también había seguido
los movimientos del común amigo durante semanas, cogió la nota y sonrió. Al
cabo de unos minutos, el pájaro volaba de vuelta con otro “Hola” con letra de
mujer, y una sonrisa dibujada.
Los mensajes
se sucedieron, y se preguntaron sus nombres, edades (ella tenía dieciséis, uno
menos que él), e inocentemente, se hablaban por mensajes acerca de aquel
verano, del calor y de cosas como que ella tenía unos padres muy estrictos que
apenas la dejaban salir, frustrando toda expectativa de él de tener una cita
con ella. Aun así, y como el roce aunque
sea epistolar dicen que hace el cariño, se fue gestando un sentimiento muy
especial entre los dos. Ambos esperaban impacientes aquel momento de la visita
del petirrojo al caer la tarde, la hora de los mensajes, la hora en la que Luis
iba sabiendo más de aquella chica sonriente que ya le tenía cautivado.
Luis era un
chico muy habilidoso, y al que le gustaba tallar madera, y aprovechando que
estaba como aprendiz de pesebrista con un amigo de sus padres, fue tallando en
ratos libres con mucho mimo un precioso anillo de madera, que talló, lijo,
pulió, redondeó y barnizó con toda su ilusión.Cuando lo tuvo
terminado, ejecutó su plan. Aquel día, bajo la atenta mirada de su vecina, puso
el anillo de madera en el alfeizar de su ventana, y le dijo: “¡vamos, amigo,
llévaselo a ella!”.
El petirrojo
cogió el anillo en su pico, y emprendió el vuelo. De repente, como si sus alas
fueran de plomo, pareció notar el peso del anillo, y en medio del camino empezó
a caer en picado. Oh, no! Luis desapareció de la habitación al instante,
corriendo escaleras abajo, para ver si podía salvar a su amigo y al anillo.
Corrió desesperado, y abrió la puerta de la calle, saltando hacia el centro de
la calle.
Miró y no vió
nada en el suelo. Sin embargo, al levantar la mirada, vió, a un metro de él, a
la destinataria del anillo, roja del esfuerzo de bajar los pisos a la carrera
por su escalera. Junto a ella, el pajarito revoloteaba feliz, demostrando que
definitivamente podía con el peso de la madera sin ningún problema. Menudo
pajarillo!
Los dos
sonrieron de oreja a oreja, y se dijeron un “Hola”, esta vez de viva voz,
seguido de una gran carcajada. Aquél fue su primer encuentro.
Volviendo al
presente, Luis salió de su pequeño recodo de recuerdos, y apartó la mirada de
la ventana. Miró a Adela, que se había quedado también mirando al petirrojo que
esta vez visitaba la ventana del patio de la residencia de la tercera edad.
Se miraron, y
Adela no dijo nada, porque su ictus y enfermedad degenerativa le impedían
comunicarse bien. Esa era la razón de su estancia en aquella residencia, que
Luis visitaba día tras día, colmándola de besos. Eso sí, se llevó la mano
derecha a su otra mano, en cuyo dedo anular llevaba aún un bonito anillo de
madera.
Dedicado a
Agustín y Amparo, dos personas que dan a todos los que les rodean un ejemplo de
amor.